miércoles, 2 de diciembre de 2009

Adiós a una guerrera



Se fue una gran mujer, una guerrera. Las gracias a esta mujer que abrazó su causa y la convirtió en el gran objetivo de su vida.



A principios de los 90, Edith Moreno ya sabía lo que hoy enseña cualquier folleto: el HIV no se trasmite por practicar deportes. Además, volver al Hockey a los 28 era la oportunidad de recuperar, en parte, el estado físico de antaño. Por eso aceptó unirse al equipo de veteranas, se puso a entrenar y salió a la cancha como cuando era adolescente.

En uno de los partidos le tocó cambiar de posición. Por lo general, la jugadora de adelante se cubría de los bochazos con el palo y después venía ella, ágil y segura, pero a resguardo de posibles golpes. El cambio la confundió y no llegó a levantar el palo para protegerse: la bocha le surcó el pómulo como una daga. Antes del dolor sintió brotar la sangre. Se sentó en el piso. Estaba mareada y casi no podía hablar. El remolino a su alrededor la desconcertó, pero le quedaron fuerzas para rechazar a quienes intentaban ayudarla, como si fueran el diablo en persona. En el Hockey lo que más se lastiman son las manos. Edith sabía eso, y le daba pánico. Una compañera decodificó el mensaje de su miedo. La miró a los ojos y le dijo:

-Loca, tengo las manos sanas. Dejá que te ayude.

Mientras la subían a la ambulancia, vino la parte difícil: explicar porqué era importante, casi de vida o muerte, llevarse la mochila que había dejado en el vestuario. No fuera cosa, pensaba Edith, que se perdieran los 150 gramos de faso que habían comprado entre varios amigos y que ella estaba encargada de repartir.

Pasaron más de diez años de aquella anécdota. Edith se convirtió una militante de la reducción de daños para usuarios de drogas, fundó una ONG contra el SIDA y da charlas ante cientos de personas. A mediados de abril estuvo en Buenos Aires para participar de un congreso sobre HIV. Fue la excusa perfecta para conocerla. Quedamos en encontrarnos en el bar Rara, en San Telmo. Llegué a las seis, como habíamos acordado, pero Edith confundió el horario y ya se había ido. El mozo, acostumbrado a que mis encuentros honren el nombre del bar, me anunció:
-Hace un rato te buscaba una piba chorra. Parece que se enojó porque no llegabas y se fue.

Córdoba era una fiesta

Vestida con una camiseta de la selección, morena y fornida aunque de baja estatura, la Negra Edith llamó la atención de los parroquianos. El atuendo futbolero suele convertir a su portador en sospechoso. Lo sé por experiencia propia, y la Negra lo aprendió enseguida: antes de llegar la paró la policía en Plaza Dorrego. La acusaban de robarle a un artesano al que le había preguntado un precio. Cuando por fin nos encontramos, ella estaba más indignada con el falso hippie que con los hombres de la ley:

-Por culpa del paranoico ese me revisaron de arriba abajo. Decí que un rato antes había quemado la última tuca, sino capaz que hasta me llevaban por tenencia y todo.

Le conté mi teoría sobre la ropa de fútbol, y se rió con ganas. Para ella la ropa deportiva no es más que eso: ropa para hacer deporte. Edith pertenece a otra generación: la que estuvo en la calle a la salida de la dictadura, cuando los códigos del asfalto eran otros. Para ubicarla en el tiempo, hay un dato clave: empezó a consumir drogas en la época que algunos llamaron “destape” o “primavera democrática”. Un tiempo en el que Córdoba, su ciudad natal, era una fiesta, con un nuevo baile cada semana: el de disfraces, el de los sombreros, el de los cocineros. A Edith todavía le brillan los ojos al recordar: “Éramos tres amigas y toda una banda de chabones. Te hablo del 85 hasta el 88. Fueron pocos años, pero nos divertimos mucho. Y así quedamos”.

A fines de los 80’ alguien prendió la luz. Era brillante, mucho más dura que las que se encienden en cualquier final de fiesta. El galpón donde bailaban se había convertido en gallinero, y quienes no agacharon la cabeza para comer y poner huevos, fueron marcados a fuego. Edith lo resume bien:

-Yo era usuaria de drogas inyectables. Fui muy adicta a la cocaína. Tengo la certeza de que mi HIV lo adquirí así, por vía intravenosa. Una vuelta me agarré una sobredosis de cocaína y estuve tres días en coma. Yo zafé, pero a muchos se les apagó el televisor. De la mayoría que nos infectamos, todos del mismo círculo, quedamos vivos cuatro o cinco.

Salir del placard

Ella lo descubrió en 1990, a los 24 años. En la clínica donde trabajaba ofrecieron análisis gratis, y el suyo dio positivo. Por entonces, HIV era sinónimo de muerte. De esos días recuerda la bronca del padre, que no quería creer, que pensaba que todo era una excusa para conseguir dinero y comprar drogas. Más tarde, cuando Edith narre la actitud de su madre ―que al recibir la noticia se llevó la mano a la boca y retrocedió espantada― se descubrirá otra faceta suya. Si durante toda la charla la Negra parece un marinero que muestra sus cicatrices con cierto orgullo resignado, al hablar de ella se le quebrará la voz y brotarán algunas lágrimas. Su madre es la boya a la que se aferra para mantenerse a flote.

En el viaje de la Negra también hay amores. “Quién esté conmigo”, se dijo a sí misma al descubrir que tenía el virus, “se va a tener que bancar lo que soy ”. En 1998 conoció a esa persona, hoy su ex pareja. Con él aprendió a aceptar su enfermedad. Juntos dieron charlas y recorrieron el interior de Córdoba. Iban a las escuelas, proyectaban un video, debatían y al final explicaban ―como remate de su intervención― que eran portadores de HIV.

En ese trajín fundaron una ONG: la UCONSI, Unidos contra el SIDA. Allí, Edith decidió investigar la interacción entre las drogas y el HIV. En especial, la relación entre la marihuana y el cóctel de pastillas diario que ingieren los portadores, un terreno inexplorado para la medicina cordobesa:

- El tema me llevó tres años, y recién en el último congreso del que participé hubo un taller sobre drogas, donde la conclusión fue que la marihuana es la única que ayuda a los chicos a tomar la medicación, porque te abre el apetito y te pone de buen humor. Pero los médicos no saben nada de eso.

Ella misma fumaba a escondidas en los pasillos del hospital donde trabajaba. Al principio le daba miedo que la descubrieran, pero con el tiempo se soltó y empezó a importarle menos. Nunca imaginó que algún día le iba a tocar hacerlo desde el otro lado del mostrador.




Leer la nota entera en Cogollos Córdoba