domingo, 30 de diciembre de 2007

En un lugar de mi cuerpo... - Fragmento del libro de Andreu Martín



Mueve los muslos. Los abre y los cierra, los abre y los cierra.
-A ver. Levántate.
Se levanta de la silla. La llave no está en el asiento. Me estoy enfadando. Lea estará a punto de llegar. Así que debo ir al grano cuanto antes, para acabar de una vez. Y me planteo que, probablemente, cuando hayamos terminado con este juego, le diré a Helena que se largue y no vuelva nunca más.
Ella se sienta de nuevo y se abre de piernas con impudicia. Sin miedo, como haría un ginecólogo, llevo mis dedos a su vulva. Aparto la braguita y los labios, y me sorprende el color rosáceo de ese interior, que contrasta con la blancura de la piel del entorno. Ahí voy. Ella ronronea como una gata y echa la cabeza hacia atrás. Ahora sus muslos están completamente separados. Y su respiración es entrecortada, como si divisara un orgasmo en el horizonte.
-¿Por qué no me besas mientras buscas? -pide, con voz enronquecida.
Mis dedos se mueven dentro de ella, se empapan con sus fluidos, chapotean en un mar. Helena está moviendo la pelvis lentamente, suavemente. Pero no encuentro lo que busco. Me esfuerzo, busco y rebusco, sudoroso y ruborizado, pero ahí dentro no hay ninguna llave.
Maldigo.
-No te impacientes, Carrasco -dice ella, entre jadeos contenidos-. Aún no has buscado en todas partes.
Mis ojos febriles encuentran los suyos, que se han iluminado, se han llenado de una vida que yo no podía sospechar en ella. Es una mujer que palpita. Y le estoy dando el máximo placer que es capaz de sentir.
Bueno, vamos allá.
-Levántate -le digo de nuevo, tan palpitante como ella, a punto de perder el control de mis movimientos.
Me ayuda, no tiene intención de poner trabas a mi registro, y coloca un pie sobre la silla, para facilitarme aún más la tarea.
-Bésame cuando me metas el dedo -suplica.
No pienso besarla. Hasta ahí podríamos llegar. Deslizo mi mano derecha entre sus nalgas. Para encontrar el orificio, no hay más obstáculo que la tirilla del tanga. Mi mano me parece ardiente entre sus glúteos fríos, pequeños y poderosos. Contrae los músculos para darme la bienvenida. Encuentro el esfínter y le hundo el dedo, lo más hondo que puedo.
-Méteme dos -me sugiere-. Para poder coger la llave, si está ahí.
Le meto dos dedos. Se yergue, crece, se llena de un suspiro y parece que se le hinchan los pechos. Entonces, con una sonrisa de dientes afilados, me dirige una mirada turbia de placer y llena de inteligencia y susurra, con voz estrangulada:
-¿Encuentras algo?
Yo muevo los dedos y ella cierra los ojos, desmayándose deliciosamente, y hace «Mmm» y pone unos morritos deliciosos, pidiendo beso. Niego con la cabeza.
-Bueno -dice-, entonces creo que te voy a echar una mano. Y, antes de que yo pueda preguntarme qué habrá querido decir con eso, abre la mano y me muestra la llave que siempre ha estado allí.
Libero los dedos y me apodero de la llave. Procurando no mirarla a la cara, me dedico a abrir las esposas. Lo consigo a la tercera, lo que no deja de tener mérito si tenemos en cuenta mi temblor y la niebla que ciega mi vista.
En ese momento llaman a la puerta.
Es Lea. Por el amor de Dios, es Lea. La hostia. Moviendo sólo los labios, le exijo a Helena que se meta en el armario que hay en el recibidor. Le silabeo mi orden al tiempo que señalo la puerta con gesto brusco e imperativo. Ella me dedica un mohín travieso que equivale a un frívolo «Bueno, bueno, no te enfades» y corre a meterse en el armario como si toda su vida fuera un vodevil.
Abro la puerta y ahí está Lea. Magnífica, morenaza y hermosa. Cabellera negra azabache, ondulada. Grandes pechos. Mucha mujer. Traje de chaqueta gris marengo, blusa de seda color marfil, medias negras, zapatos de tacón de aguja.
-¿Qué te pasa? -me pregunta.
-¿Que qué me pasa? -La abrazo por la cintura, le pongo la mano sobre un pecho.
-Pareces enfermo. Estás sudando, ojeroso, congestionado.
-Es la pasión -digo

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