domingo, 30 de diciembre de 2007

Fragmento de Memorias de una pulga - Anónimo

Muy recomendado libro !

Empero, quedaban algunos detalles por solucionar. Estaba claro que el simple del señor Delmont daría los pasos necesarios para averiguar lo que había de cierto en la afirmación de Bella de que su tío estaba dispuesto a vender su virginidad. El padre Ambrosio, cuyo conocimiento del hombre le había hecho concebir tal idea, sabia perfectamente con quién estaba tratando. En efecto, ¿quién, en el sagrado sacramento de la confesión, no ha revelado lo más intimo de su ser al pío varón que ha tenido el privilegio de ser su confesor? El padre Ambrosio era discreto; guardaba al pie de la letra el silencio que le ordenaba su religión. Pero no tenía empacho en valerse de los hechos de los que tenía conocimiento por este camino para sus propios fines, y cuáles eran ellos ya los sabe nuestro lector a estas alturas.

El plan quedó, pues, ultimado. Cierto día, a convenir de común acuerdo, Bella invitaría a Julia a pasar el día en casa de su tío, y se acordó asimismo que el señor Delmont seria invitado a pasar a recogerla en dicha ocasión. Después de cierto lapso de inocente coqueteo por parte de Bella, ateniéndose a lo que previamente se le habría explicado, ella se retiraría, y bajo el pretexto de que había que tomar algunas precauciones para evitar un posible escándalo, le seria presentada en una habitación idónea, acostada sobre un sofá, en el que quedarían a merced suya sus encantos personales. si bien la cabeza permanecería oculta tras una cortina cuidadosamente corrida. De esta manera el señor Delmont ansioso de tener el tierno encuentro, podría arrebatar la codiciada joya que tanto apetecía de su adorable víctima, mientras que ella, ignorante de quién pudiera ser el agresor, nunca podría acusarlo posteriormente de violación, ni tampoco avergonzarse delante de él.
A Delmont tenía que explicársele todo esto, y se daba por seguro su consentimiento. Una sola cosa tenía que ocultársele: el que su propia hija iba a sustituir a Bella. Esto no debía saberlo hasta que fuera demasiado tarde.
Mientras tanto Julia tendría que ser preparada gradualmente y en secreto sobre lo que iba a ocurrir, sin mencionar, naturalmente, el final catastrófico y la persona que en realidad consumaría el acto. En este aspecto, el padre Ambrosio se sentía en su elemento, y por medio de preguntas bien encaminadas y de gran número de explicaciones en el confesionario, en realidad innecesarias, había ya puesto a la muchacha en antecedentes de cosas en las que nunca antes había soñado, todo lo cual Bella se habría apresurado a explicar y confirmar. Todos los detalles fueron acordados finalmente en una reunión con junta, y la consideración del caso despertó por anticipado apetitos tan violentos en ambos hombres, que se dispusieron a celebrar su buena suerte entregándose a la posesión de la linda y joven Bella con una pasión nunca alcanzada hasta aquel entonces. La damita, por su parte, tampoco estaba renuente a prestarse a las fantasías, y como quiera que en aquellos momentos estaba tendida sobre el blando sofá con un endurecido miembro en cada mano, sus emociones subieron de intensidad, y se mostraba ansiosa de entregarse a los vigorosos brazos que sabía estaban a punto de reclamaría.

Como de costumbre, el padre Ambrosio fue el primero. La volteó boca abajo, haciéndola que exhibiera sus rollizas nalgas lo más posible. Permaneció unos momentos extasiado en la contemplación de la deliciosa prospectiva, y de la pequeña y delicada rendija apenas visible debajo de ellas. Su arma, temible y bien aprovisionada de esencia, se enderezó bravamente, amenazando las dos encantadoras entradas del amor. El señor Verbouc, como en otras ocasiones, se aprestaba a ser testigo del desproporcionado asalto, con el evidente objeto de desempeñar a continuación su papel favorito.
El padre Ambrosio contempló con expresión lasciva los blancos y redondeados promontorios que tenía enfrente. Las tendencias clericales de su educación lo invitaban a la comisión de un acto de infidelidad a la diosa, pero sabedor de lo que esperaba de él su amigo y patrono, se contuvo por el momento.
—Las dilaciones son peligrosas —dijo—. Mis testículos están repletos, la querida niña debe recibir su contenido, y usted, amigo mío, tiene que deleitarse con la abundante lubricación que puedo proporcionarle.
Esta vez, cuando menos, Ambrosio no había dicho sino la verdad. Su poderosa arma, en cuya cima aparecía la chata y roja cabeza de amplias proporciones, y que daba la impresión de un hermoso fruto en sazón, se erguía frente a su vientre, y sus inmensos testículos, pesados y redondos, se veían sobrecargados del venenoso licor que se aprestaban a descargar. Una espesa y opaca gota —un auant courrier del chorro que había de seguir— asomó a la roma punta de su pene cuando, ardiendo en lujuria el sátiro se aproximaba a su víctima. Inclinando rápidamente su enorme dardo, Ambrosio llevó la gran nuez de su extremidad junto a los labios da la tierna vulva de Bella, y comenzó a empujar hacia adentro.

—¡Oh, qué dura! ¡Cuán grande es! —comentó Bella—. ¡Me hacéis daño! ¡Entra demasiado aprisa! ¡Oh, detenéos! Igual hubiera sido que Bella implorara a los vientos. Una rápida sucesión de sacudidas, unas cuantas pausas entre ellas, más esfuerzos, y Bella quedó empalada.
—¡Ah! —exclamó el violador, volviéndose con aire triunfal hacia su coadjutor, con los ojos centelleantes y sus lujuriosos labios babeando de gusto—. ¡Ah, esto es verdaderamente sabroso. Cuán estrecha es y, sin embargo, lo tiene todo adentro. Estoy en su interior hasta los testículos!

El señor Verbouc practicó un detenido examen. Ambrosio estaba en lo cierto. Nada de sus órganos genitales, aparte de sus grandes bolas, quedaba a la vista, y éstas estaban apretadas contra las piernas de Bella. Mientras tanto Bella sentía el calor del invasor en su vientre. Podía darse cuenta de cómo el inmenso miembro que tenía adentro se descubría y se volvía a cubrir, y acometida en el acto por un acceso de lujuria se vino profusamente, al tiempo que dejaba escapar un grito desmayado.
El señor Verbouc estaba encantado. —¡Empuja, empuja! —decía—. Ahora le da gusto. Dáselo todo... ¡Empuja! Ambrosio no necesitaba mayores incentivos, y tomando a Bella por las caderas se enterraba hasta lo más hondo a cada embestida. El goce llegó pronto; se hizo atrás hasta retirar todo el pene, salvo la punta, para lanzarse luego a fondo y emitir un sordo gruñido mientras arrojaba un verdadero diluvio de caliente fluido en el interior del delicado cuerpo de Bella. La muchacha sintió el cálido y cosquilléante chorro disparado a toda violencia en su interior, y una vez más rindió su tributo. Los grandes chorros que a intervalos inundaban sus órganos vitales, procedentes de las poderosas reservas del padre Ambrosio —cuyo singular don al respecto expusimos ya anteriormente— le causaban a Bella las más deliciosas sensaciones, y elevaban su placer al máximo durante las descargas.

Apenas se hubo retirado Ambrosio cuando se posesionó de su sobrina el señor Verbouc, y comenzó un lento disfrute de sus más secretos encantos. Un lapso de veinte minutos bien contados transcurrió desde el momento en que el lujurioso tío inició su goce, hasta que dio completa satisfacción a su lascivia con una copiosa descarga, la que Bella recibió con estremecimientos de deleite sólo capaces de ser imaginados por una mente enferma.

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