domingo, 13 de enero de 2008

El adiós a Gabo Manelli - Babasónicos


Hoy de chat con un amigo, me desayuné con la novedad de la muerte de su querido primo, bajista de Babasónicos. Tenía leucemia, y desde hacía un tiempo que sabía que estaba pronto a despedirse de esta realidad.

Busqué la noticia, y por supuesto no encontré nada al respecto, así lo había decidido Gabo. El domingo en el sitio de Babasónicos se anunciaba su partida.





Con mucho dolor comunicamos que en la mañana del sábado 12 de enero falleció Gabriel Mannelli, victima de una invasiva enfermedad contra la cual luchaba hace tiempo.
Quienes tuvimos la suerte de conocerlo vamos a extrañarlo mucho.
Lo recordaremos, seguro, como alguien distinto, que entre muchas cosas se preocupo por hacer del mundo un lugar con mas arte.

Babasonicos




Quisimos hacer una mención a este acontecimiento y también decidimos publicar un relato que encontramos, bastante viejo, allá por Abril del 2006, al respecto y está originalmente publicado en Teclados de Taiwan (manos de marfil)






Cuando Gabo Manelli, el bajista de los Babasónicos, supo que iba a morir, decidió y se propuso a sí mismo que su deceso no fuese notificado por Clarín. Pensó: “que mi muerte sea conocida por quienes deben, en una cadena íntima, o algo por el estilo”. La leucemia no le impedía, como se ve, actuar. Sus compañeros, que se movían pero estaban presentes, asintieron a la idea con la cabeza y se retiraron tristemente a las habitaciones. Los días transcurrieron en Lima y en México DF. En la capital peruana Manelli tuvo la certeza de su muerte, y en el correr de los movimientos de la gira, en las camionetas Traffic y en los aeropuertos, entrevió la deseada forma del final. Ser una ausencia única, ser un espectro y no un muerto avisado, ser una cadena de murmullos y finísimas emociones, fue su meta. Los otros integrantes de la banda, fascinados por la técnica imaginaria del agonizante, se sumaron a la empresa. Decidieron suspender todos sus conciertos, comprar a los críticos para no levantar la voz, y establecer una asamblea constante en la habitación 304 del Park Hyatt México DF, situado en los condominios de la Delegación Coyoacán. La 304 era la habitación del cantante, Adrián.




Gabo Manelli tomó la palabra:
-Compañeros, viendo que mi muerte se aproxima, que alguien me diga qué estuvo pensando para que la referida desaparición pase desapercibida, o algo por el estilo.
Mientras decía esto, Manelli miraba por la ventana la tórrida tardecita de la capital mexicana. El azul del cielo se le figuró, por un instante, el de aq
uel jardín en Villa Urquiza que alguna vez, en la infancia, había sido frecuente. Ahora era todo tan distinto… Era casi una estrella de rock e iba a morir pronto. Divisó los rascacielos del centro, se preguntó por su extraña vida, y automáticamente se encontró aceptando el porro que le pasaba Adrián, quien se disponía a hablar:
-Tu obra, Gabo, es memorable. Llevémosla a cabo.

Los dos amigos se abrazaron, mientras todos los
otros músicos se relajaron en lo que minutos después sería un claustro vespertino de pérdida y ensueño.
(Los amigos mexicanos de Diego Castellano ya estaban al
tanto de la llegada de los argentinos y se movilizaban rumbo al hotel).

Gabo retomó el hilo y dijo:
-Bárbaro, pero ¿cómo?

Todos los integrantes se dividieron en dos grupos: los que se tiraron boca arriba en la cama doble acolchada con plumas y los que se acercaron a los ventanales a mirar. El primer grupo empezó a hablar de cualquier c
osa (lo cual podía interpretarse como una falta de respeto). El segundo grupo comentó silenciosamente el panorama privilegiado de esa parte del mundo. Al cabo de diez minutos se reunieron todos nuevamente y se prometieron arreglar la cuestión.
El desánimo, que se estaba apoderando de la banda, fu
e interrumpido. Los amigos de Diego Castellano, que habían conocido al baterista durante un verano en Playa del Carmen (península de Yucatán) entraban a la habitación al ritmo del más hipnótico drum´n´bass que los chochamus de Lanús habían oído nunca.

Súbitamente, todo se llenó de drogas y chicas. El reen
cuentro, motivo de emoción para Diego Uma, se nubla en la memoria colectiva del grupo. Gabo Manelli olvida su muerte en ese par de horas de locura ideal, como sus amigos.

Al día siguiente, en el des
ayuno, mientras Adrián mezcla un yogur de frutilla con cereales, Uma T, el tecladista, se le acerca preocupado. La muerte de Gabo ha sido reemplazada por la obsesión de la forma.
-Adri, estuve pensando que podemos desaparecer por un tiempo cuando Gabo muera, y volver al rato, convencer a los cronistas de que no digan nada y chau.
Entre los dos surgió la convicción de que de algún modo la información se filtraría. Era necesario más: proyectar en sociedad la vida a partir de la muerte física (salvo para los fans).

-Macedonio decía que morir es lo más banal que puede pasarle a un hombre.
El tecladista lo miró
asombrado.
-¿Qué te pasa?
-Es que tenía ganas de leer algo argentino.
-Pero si siempre…
-Ahora lo importante es cómo va a circular la noticia de la muerte de Gabo.
Confirmando el poder mágic
o original de las palabras, en ese momento apareció Manelli, aún de buen humor por el mambo que había abarcado tarde y noche del día anterior.
-¿Qué onda?
Los dos amigos se quedaron callados.
-¿Qué pasa? ¿De qué estaban hablando?
-Gabo…
-Gabo las pelotas.
Y así, con la realidad siguiendo el fluir de los signos, en ese momento llegaban al salón del desayuno las chicas que
habían adornado la primera noche de la banda en la América del Norte.
-Iuju…
-Hola chicas, ¿se sientan?

Uma T intentaba descomp
rimir el ambiente. Mientras tanto, Adrián vislumbró una orgía salvaje ahí mismo. Ellos (los Babasónicos, salvo uno o dos que seguían durmiendo), las chicas, y de ser posible integrar a los otros huéspedes del hotel. Y, por qué no, a todo México, de Querétaro a Veracruz, y de ahí a Ciudad Juárez.

-Bueno, ahora venimos, ¿sí? Es que nos vamos a servir unos yogures que parecen sabrosotes.
-Yo les puedo dar el mío
.
Adrián se dio cuenta de lo que había dicho, pero era tarde. Las chicas se repartían (no en grupos, sino las personas) entre el asco y el terror de perder el favor del cantante: Adrián era multiorgásmico e impiadoso. El silencio le dio tiempo.
-Perdón, soy una bestia.

Las chicas se miraron unas a otras. Alguna vomitó primero, y las demás la siguieron a un tiempo. “¿Qué pasa?” pensó Adrián. “Quizá la orgía tiene otros motivos”, “quizá los cuerpos…”, pero algo en él lo hizo reaccionar e ir a buscar servilletas para limpiarlas o que se limpiasen.

Después de los percances y los perdones mutuos, y de contar a los ausentes lo pasado, todos, hombres y chicas, salieron por la puerta de atrás del hotel. Iban quemando. Las chicas conocían mejor la ciudad y ellos, ausentes (algunos por el tema de la muerte de Gabo, que se había reinstalado parcialmente, y otros absortos en la novedad del paisaje urbano), se dejaban llevar. El DF, contra los pronósticos, se había vuelto transparente. El sol influía en la lluvia de la noche, de manera que hace brillar las calles y todo lo que hay en ellas. Una de las chicas dijo:
-Por allí hay un puente muy fuerte.
Todos asintieron. “Allí encontraremos la salida a la aporía de Gabo” pensó uno, o ni siquiera uno, porque el grado de abstracción que estaban alcanzando empezaba a generarles placer. Y no cualquier placer, sino el placer del viajero, y para ellos, que no eran viajeros sino estrellas de rock ambulantes, esto era valioso.

Al cabo de doscientos metros de caminata vieron que se levantaba, sobre una de las autopistas, un monstruoso bloque de cemento de doscientos metros de largo y quince de ancho, surcado por rascacielos informáticos y corrientes de aire caliente.
La chica que había propuesto el micropaseo esperó la reacción del grupo, que tardó en tomar forma. Y en realidad nunca la tomó. La reacción fue la visión y seguir caminando como si nada hubiese pasado, aunque algo había pasado: Adrián entendió algo sobre Gabo, sobre cómo Gabo pasaba por la vida.
Del otro lado del puente hicieron todos un alto en una heladería y más tarde en una disquería de vinilos. Ese barrio del DF era como ciertas zonas de San Telmo, en las que a plena luz del día es posible escabullirse, como un roedor del bosque, y perderse y negar el omnipresente contexto general, de la vida.

La baqueta los había depositado a cada uno en su habitación. Algunos de los músicos compartían y otros, el cantante entre ellos, dormían solos.
Adrián (era la hora de la siesta) miraba, a través de los vidrios, la viciada ciudad. En su coco había un petardo, y el humo, en desmedro del entendimiento, lo hacía comprender más y más. Lo hacían comprender, también, las sábanas de trescientos hilos por pulgada, el frigo-bar, la alfombra, los innumerables accesorios para el baño, las frazadas acolchadas, la seda, la sensación de estar en un hotel, la comodidad y el placer de ir quedándose dormido hasta que las estrellas y los dólares anularon el tiempo. Se despertó y llamó a la recepción.
-¿Qué hora es?

Eran las diez menos cuarto. Salió lentamente de la habitación y en el pasillo mismo, en un pasillo ni muy largo ni tan corto, estaban sus colegas. La tranquilidad indicaba que no podía durar mucho: dos guitarras y un bongó, un aire de fogón caído. La canción decía “si esta noche sueño con vos / no te burles de mí / no te burles”. El cantante recordó su misión de ser un compositor popular, pero lo que preguntó no tuvo nada que ver.
-¿Comieron o vamos a comer? ¿Qué hicieron toda la tarde?

Los argentinos lo miraron y sin razón o con razones ocultas contestaron solamente la primera pregunta. Que habían picado algo en el lobby del hotel (mencionaron a unos españoles) y que no habían cenado. Se puede ir acá adentro del hotel o sino vamos para el centro.
¿México tiene centro? No hacía frío y no circulaban ni tantos ni tan pocos autos. Eran diez, los Babasónicos y cuatro profesores de música zaragozanos pasadísimos. Fueron para el lado de Reforma, entraron en un restaurante chino, salieron, entraron en otro, salieron, entraron a un tercero y pidieron, en varias tandas, una larga serie de entradas y aperitivos. La decoración les pareció algo, pero eso es poco importante. Se habló mucho de México. Los españoles contaron que los mexicanos, al menos los que tenían india la mitad de la sangre o más, los maltrataban con resentimiento. “Sí, Cortés”, o “Cortés, sí”, les decían, por Hernán, el sanguinario conquistador.
Los porteños descubrieron, en la necesidad de una opinión de algún tipo, que para ellos México era una abstracción perfilada por MTV, una derivación de una cadena de videos, una ciudad (y si se quiere un país) producto de la estética del fragmento, aunque la realidad no fuese fragmentable.
Los cuatro profesores y varios babasónicos hubiesen preferido, en ese punto, pasar a la cuestión de las estéticas marxistas, pero supieron entender, cada uno por su lado, lo desubicado del impulso y la rapidez con que esas discusiones bajan de nivel, apenas los interlocutores dejan de entenderse.

Los zaragozanos trabajaban enseñando en distintas universidades de Europa, y el viaje que los tenía en América era, o sería en el futuro, el punto de partida de un eufórico estudio sobre la narrativa mexicana de los últimos cincuenta años. Ambicioso, dijo Uma T. Pues sí, contestaron los cuatro. México no es, como todos dicen, la tierra del choque de culturas, dijeron. México es la tierra del sol, del dios sol queremos decir, del dios que, claro, ha dado a su privilegiada tierra una letra privilegiada. Porque ¿ustedes han leído Pedro Páramo?

Adrián, Castellano, Uma T., Diego, Mariano Roger, el sentenciado Manelli, todos retrocedieron hasta los años de la escuela secundaria, en la que habían tenido, obligados, que leer a Rulfo. “Afortunadamente”, pensó Adrián. Ninguno recordaba nada de nada sobre la trama o los personajes, salvo una imagen de un hombre sobre un caballo y la tapa del libro, que habían leído todos en la misma edición barata. La foto que ilustraba era, creíblemente, de un desierto en el que algo del sol, es decir algunos rayos, impactaba en el lente provocando exactamente el mismo efecto que el que produce la lectura del libro completo.
El recuerdo, que los asaltaba justo en México, podía justificarse en lo bien pensada que estaba esa tapa que captaba lo complejo en lo simple y la poesía sin glamour. Todos estaban desentrañando esa viejísima impresión que, por lo demás, no habían sabido apreciar en su momento pero que evidentemente no habían dejado pasar, cuando, del otro lado, es decir afuera, en la realidad, hacía segundos o minutos que una micro-clase se estaba desarrollando, llevada por los profesores con un entusiasmo y una parsimonia contradictorias, que quizá se inspiraba en los conflictos estéticos del libro o lo general, el canon.
Rulfo era una serie de cosas que varios integrantes de la banda hubiesen apreciado escuchar pero más bien en otro momento. Y lo hicieron saber.

Pasada la cena sólo quedaba la noche inmensa. Volvieron caminando al hotel. Los zaragozanos quedaron en el camino, y al llegar al piso de las habitaciones los rockeros se entonaron con su recuperada soledad, las obligaciones (las remotas y por eso más que presentes obligaciones, como todo el tema de Manelli) y una fiesta sorda pero muy receptiva que caía y llegaba del piso superior. Sin votar, buscaron las escaleras y subieron, haciendo el ruido que haría un ejército. La fiesta era sólo de mujeres hasta ese momento. Al entrar (la puerta estaba entornada), esta homogamia parecía una puesta de la dimensión perdida, y como toda dimensión perdida estaba a punto de desestabilizarse y desaparecer. La habitación era, prolijamente, tres veces más grande que las de ellos. Llamativamente (y si se quiere, misteriosamente) grande.
La situación no carecía de adjetivos, es decir, no los necesitaba. Algunos polvos, entre conocidos y desconocidos, adornaban las mesas. Gabo iba a decir algo, pero Diego Castellano, Adrián, y Mariano Roger, lo callaron.




La mejor manera de recordarlo, además de rockenadola en un escenario es así:




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